Psicoterapia Antes y Después, Ayer y Hoy

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Lic. José Huberman
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Algunas veces nos ponemos a comparar nuestra actividad clínica actual como terapeutas con la que realizábamos hace años y nos preguntamos por qué, cuál es la razón por la que al presente los pacientes mantienen la continuidad de sus tratamientos y cuando los interrumpen podemos encontrar los motivos del quiebre. Más allá de la mayor experiencia,  con la posibilidad de sostener la transferencia y una alianza de trabajo terapéutica que favorece esa continuidad, nos podemos interrogar si este cambio que en principio parece positivo, tiene alguna relación con la forma en que abordamos la instrumentación del conocimiento teórico que poseemos en la atención del paciente.

Recordamos cómo nos acercábamos a las consultas en otros tiempos. Nos preocupaba tener en cuenta lo más estrictamente posible las normas de la técnica y de la teoría psicoanalítica tal y como nos la habían enseñado, las reglas del encuadre tenían cierto carácter sagrado y sobre todo, nos entusiasmaba la idea de ligar las asociaciones del paciente y otorgarles una interpretación que tendía a abrir interrogantes o dar sentidos que llevaban a la vida infantil, a los vínculos primarios o  a los complejos de la sexualidad. Tales intervenciones solían además efectuarse tratando de aplicar el conocimiento psicoanalítico: El conflicto de Edipo, las nociones de castración y de muerte, las faltas y la dimensión fálica de las palabras, la fascinación por el discurso del paciente, todo nos invitaba a aventurarnos en algo que muchas veces era la ilusión de decir algo brillante y que ante nuestros ojos nos daba una pátina narcisista de científicos, aunque en verdad sólo repetíamos teoría e introducíamos en forma forzada los conceptos, sobreimprimiendo los mismos como explicación del sufrimiento del paciente.

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Se producía algo así como una película mal subtitulada, donde el guión, la producción y la dirección eran del paciente y nosotros, como terapeutas, traducíamos erróneamente con otra idea acerca del guión, una idea preconcebida y prejuiciosa. El resultado era un malentendido.

Antes que nada nos interesaba que pudiéramos dar cuenta de nuestras intervenciones. Si el paciente asociaba, empeoraba, se mejoraba, se iba, el terapeuta tenía que saber qué había pasado y darse una explicación psicoanalítica de su acto. Quedaba expuesto así otro problema: La compulsión a rendir tributo a una conciencia moral interna, bastante severa, acerca de la calidad psicoanalítica de nuestra intervención.

Más que cualquier otra cosa nos importaba que nuestra clínica fuera psicoanalítica, no importaba el costo, aunque el mismo fuera la fuga del paciente. Agreguemos que un evento así, además de dejar nuestro trabajo en el vacío, dejaba también el paciente librado a su suerte y lo inhibía temporalmente de comenzar otra experiencia terapéutica.

Desde ya deseo aclarar algo: Mis palabras en modo alguno tienen un sentido crítico hacia quienes siguen en su práctica abordando el trabajo de la forma que describo. Quiero evitar que adopten una actitud defensiva que les impida tomar estas ideas y revisarlas. Sólo hablo de mi propia experiencia.

Sé que muchos pueden estar pensando: Bueno, ese tipo de cosas las hacen los novatos, es como no tener en cuenta el tiempo, el “timing” o el contexto de la intervención.  Sólo puedo responder como ante el castigo a los adúlteros: El que esté libre de culpa que tire la primera piedra.

Ahora bien, ¿qué hace la diferencia entre aquella y la forma actual de operar?

Veamos algunos ejemplos:

Una paciente joven, estudiante de Psicología, solía decir que era como la distinta de su familia, la oveja negra que estudiaba algo que no servía para ganar dinero como lo hacían sus hermanas. Ser distinta, en sus términos, no era algo valioso. Un día, que sus asociaciones se habían estancado y se había vuelto muy reiterativa hablando de sus últimas experiencias afectivas, culminadas en la experiencia de ser abandonada, le propuse pintar sobre una hoja de papel su estado de ánimo. Usando las pinturas acrílicas pintó muchos cuadraditos de distintos colores, todos separados. Uno de los cuadraditos era diferente, era negro. Al preguntarle cuál fue la idea que tuvo, me dijo que así se sentía, como el cuadradito negro. Unas sesiones más tarde comentó como al pasar que se había alejado un poco de sus amigas de siempre, que la criticaban por ser depresiva. Para ella, sus amigas eran excesivamente sociables, superficiales, casi maníacas. Y agregó que ella se sentía bien de ser como era. Le dije que eso era bueno, porque ella era la persona con quien más tiempo pasaría en su vida.

Otro paciente, también joven, concurre a las primeras consultas con un diagnóstico previo de depresión, dado por un psiquiatra. No parece realmente abatido y afirma que su estado se debe a las numerosas deudas que contrajo, especialmente con las tarjetas de crédito. Todo empezó cuando quiso remontar la situación difícil de un negocio de su madre. También explica que por ello trabaja 12 o 13 horas por día como remisero, a la noche prepara la cena que comparte con su hijita y espera que su mujer regrese del Profesorado. “Debe” volver a cenar con la esposa y soportar sus reproches sobre su falta de atención en la mesa, sobre su excesiva somnolencia, acerca de  su falta de deseos sexuales y de su gordura.  Podría haberme quedado atrapado por su discurso sobre la depresión aparente que sufría, pero de a poco surgen muchos datos sobre alguien sobreadaptado a los deseos de los demás.

Otra paciente joven relata que su novio le realiza continuas interpretaciones psicológicas sobre la dependencia afectiva que la joven tiene con sus padres. El se presenta como una especie de libertador de esa sujeción. Sin embargo, poco a poco se van descubriendo sus rasgos caracteriales: Celoso patológico, la critica por la forma en que se viste y maquilla para trabajar como docente, le inventa que ella va así para excitar a sus compañeros de trabajo y le crea situaciones de enfrentamiento cuando ella muestra ganas de visitar a sus padres o cuando no desea tener relaciones sexuales. A ella le podría haber dicho que dependía excesivamente de la madre, por todo lo que me había contado al principio de la terapia. No obstante, llegado el momento puedo comunicarle que no se trata de elegir entre distintos dominadores. Le presto la historieta “El Eternauta”que narra una invasión extraterrestre a Buenos Aires, aventura en la que los invasores son mandados por seres aparentemente superiores, que a la vez comandan otros y a éstos otros. El verdadero rostro imperial no se conoce nunca.

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Otro caso. Una joven paciente concurre diciendo que tiene un grave problema de pareja. Se acaba de pelear con su novio, como ya ocurrió otras veces y se siente muy mal. Una de las veces intentó llamar la atención del muchacho tomando buena cantidad de psicofármacos. Podría haberla diagnosticado como una depresiva, con ciertos rasgos histéricos. Sin embargo, al continuar contando va agregando detalles interesantes. Es ella quien propone siempre cortar la relación, aunque después se angustie mucho. Porque después la relación vuelve a empezar. Ella rompe porque no soporta cómo están, todos los días juntos. Ella no consigue trabajo y él tiene una pizzería junto a su madre. La llama todos los días y cómo ella no tiene nada mejor que hacer, va con él. Le hago notar que esta relación tiene demasiada presencia, que no se extrañan porque se ven todo el tiempo y que ella no trabaja porque está siempre con su novio y no como cree, que está con él porque no tiene ocupación. Al tiempo relata que ha espaciado sus encuentros y que ahora se dedica a tejer para vender aquí y en el exterior a través de un familiar que emigró. No era un mero problema de pareja, sino de su dificultad para emprender algo por sí misma.

Otro paciente, abogado, cuenta que sus síntomas son asumir asuntos y demandas, recibir dinero para gestiones de parte de sus clientes y jugarlo en forma compulsiva. Podría tomarse como una transgresión desde el lugar mismo de la Ley, sobre todo cuando dice que estudió una carrera universitaria porque el padre quería  que tuviera una chapa en la puerta cuando fuera hombre. Pero la historia tiene su vuelta: El padre murió súbitamente cuando él tenía 7 años. Además, el padre tenía una historia que siempre se ocultó cuando el paciente era chico. Al emigrar de Europa,. el hombre dejó allá mujer e hijos y formó aquí otra unión de la cual nació el paciente. Cuando le preguntó al progenitor sobre esto que había escuchado casualmente en conversaciones de la madre con otro  adulto, el padre se enojó mucho. Los síntomas descriptos podrían pensarse como transgresiones al mandato paterno, que a su vez transgredía deberes como padre de otros hijos, pero también pueden pensarse como un intento de identificación primaria, para conservar vivo a ese padre muerto de golpe. Una identificación con su mandato, que incluye un desafío edípico permanente al mismo.

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 En estas situaciones recién descriptas observamos algunas características. El discurso del paciente permite siempre alguna forma de intervención. En esos puntos de ruptura del discurso constituídos por los fallidos, las lagunas de la memoria, los falsos enlaces y las contradicciones, por los síntomas, los sueños y los chistes organizados por el proceso secundario, podemos introducirnos pero siempre hay varias maneras o sentidos. ¿Cuál será el mejor?. Depende para qué. Si queremos abrir a otras dimensiones, más inconscientes; o si queremos ubicar al paciente en el principio de realidad; si pensamos en ligar palabras a los traumas o liberarlo de la compulsión. En fin, siempre hay diversos senderos. No parece entonces  válido decir que sólo debemos desear analizar, ni siquiera parece correcto decir que sólo podemos analizar.

Pero, ¿cuál es el límite de todo esto?. Winnicott, por ejemplo, decía en un artículo de 1952, llamado “Los fines del tratamiento psicoanalítico”: “Disfruto analizando y siempre espero con esperanza el final del análisis. El análisis por el análisis mismo no tiene sentido para mí. Analizo porque es lo que el paciente necesita y le conviene. Si el paciente no necesita análisis, hago otra cosa”. Y agregaba que cuando estaba ante un caso que no corresponde al psicoanálisis se convertía en un psicoanalista que trata de satisfacer las necesidades de ese caso especial. Entonces, decía “somos analistas que practican alguna otra cosa que consideramos apropiada para la ocasión. ¿Y por que no? “.

Es posible que suceda con el psicoanálisis aquello que Víctor Frankl llamaba intención paradójica. Lo que más miedo nos da es lo que finalmente nos puede casi seguramente pasar, como en la profecía que se autocumple. Lo que más deseamos, como analizar, se vuelve más imposible. Bastará dejar de forzarnos a buscarlo en todos los casos y a cualquier precio, para lograr la libertad necesaria que nos permita ser los que somos: Psicólogos en función terapéutica y no solamente psicoanalistas.

Lic. José Huberman
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www.psicologojosehuberman.com

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